Poesía con participios

Tal es el hedor, que ni el aire es capaz de moverse, por lo tanto, tampoco lo notarías. Entras y lo que menos te preocupa es que tus fosas nasales se inunden de semejante peste. La sensación de humedad que aprieta tus extremidades, la presión que martillea tu pecho amenazando a tu corazón, la neblina invisible que da jaque a tus ojos, retándolos a intentar vislumbrar algo en aquel ambiente incierto y borroso. Incluso el gusto, siempre apartado de la acción salvo para cuando toca saborear o identificar, ahora mismo está acobardado, pues nunca antes había sido llamado al campo de batalla. Un fuego cruzado de sensaciones horribles se está librando ahora mismo en tu boca. Tu lengua es el tablero de ajedrez.

Tras pasar revista a tus sentidos, el oído, el único que queda aguantando el tirón, pues ya estaba acostumbrado a tanta refriega, se agudiza y empieza a realizar la tarea encomendada: buscarlos. A ellos dos. A través de la vista sería fácil reconocerlos. Son los únicos locos que visten una segunda piel en semejante sauna infernal. Cualquier persona en cuyos atributos se pudiera entrever la palabra normal lo último que tendría sobre el cuerpo sería una capa extra de ropa. Pero ya hemos dicho que la vista no está ahora de tu parte. Cling. Ahí. Ahí están. Los únicos que se atreverían a juguetear con sus pecurias ante una laya de matones de barrio cuyo ideal de moralidad es tan individualista y carente de sentido que, solamente por diversión, competirían hasta la muerte para ver quién consigue esa minúscula y banal semilla de flores del dinero. Pero su instinto de supervivencia superaba a su inconsciencia y se quedaron quietos, intentando no mirarlos. No pasaba nada al hacerlo, pero el miedo era aún más fuerte que el instinto.

Te acercas hacia ellos con paso decidido, firme. No los temes. No tienes por qué temerlos. No son como los que ahora mismo te examinan con la mirada, analizando tus puntos débiles e imaginándose cómo podrían acabar con tu patética existencia de la forma más enrevesada posible. Alguna manera que no hayan probado aún. Que tu sangre los empape de arriba a abajo mientras tú, todavía consciente, no podrías ni gritar, solo expulsar un chorro de sangre de tu boca cual fuente labrada en piedra. Pero una vez se adelantan en tu trayectoria y los ven a ellos, o bien se escapan disimuladamente de allí, con el rabo entre las piernas, o bien se autolesionan propinándose una sonora bofetada que a más de uno le haría saltar los dientes.

Ellos levantan la mirada. Dejan de hacer lo que estaban haciendo. Uno: despotricar de todo lo despotricable, intentando buscar una postura cómoda en la abstracta silla de madera que nunca ha pasado por tiempos mejores porque seguramente el árbol del que está hecha estaba maldito desde un primer momento, carcomido por las termitas e infectado por agua malsana. El otro: sencillamente lo observaba divertido, con las rodillas por encima de la cintura, ya que apenas podía caber en su asiento. Eso le fastidiaba muchísimo a su compañero. La puta y jodida altura.

—¿Qué cojones miras? ¿Qué – cojones – miras? Te burlas de mí porque soy bajito, ¿verdad? —Frenas en seco. Se estaba dirigiendo a ti.

Sus ojos, ahora rojizos inyectados en sangre, te miran fijamente. Su respiración se entrecorta y sus cabellos parecen haberse erizado. Se había erguido de repente sobre su silla y apoyado en la mesa. Intentaba ponerse a tu altura, pero apenas lo conseguía. Ahora, el olfato sí que está empezando a sentir algo. Es el olor del detritus, por llamarlo de alguna manera. Un fornido macarra se apresura en huir de allí mientras intenta que sus deshechos no se le caigan rodando por las piernas y poniéndolo todo perdido, no vaya a ser que cabrease aún más al «pequeño pero matón» ofendido. El otro caballero, el alto que no cabía en su sitio, interpela por ti y llama a su compañero por su nombre de pila, lo que hace que más de la mitad del antro intente salir la puerta al mismo tiempo —huelga decir que, obviamente, ninguno lo consiguió sin llevarse un traumatismo más o menos grave—.

—Bitor, tranquilízate. ¿A qué ha venido eso? Nadie está diciendo obviedades aquí.

Bitor hizo un amago de darle la razón, pero un segundo después se volvió a su compañero, matándolo ahora a él con la mirada.

—¡¿Cómo que obviedades?! ¿Qué quieres decir con «obviedades»?

—Lo obvio, naturalmente —rió.

El agresivo petimetre pareció tranquilizarse, restándole importancia con un sonoro suspiro y volvió a la tarea de encontrarse cómodo en una silla que claramente no estaba hecha para él. Ahora, unos ojos del azul del cielo son los que te observan. Penetras en aquel iris de fantasía, y descubres en él un mar claro de sentimientos contrapuestos. Amor, dolor, tristeza, felicidad, calma, tormento, pasión, sosiego, confusión, verdad. Ah, sí: la verdad. Era lo que más primaba en sus ojos engañosos, cual oxímoron escrito en unos versos errantes. Nadie confiaba en esos ojos. Si estos te decían que el barco navega y el caballo trota, tú asumías lo contrario sin dudarlo ni un momento. No era la desconfianza lo que hacía que tu mundo se convirtiese en una completa y burda falacia, sino el orgullo acechante en el rincón más oscuro de las personas que nos dice que alguien como él no podría tener jamás como posesión la verdad.

Te sonríe, con una pureza y una dulzura que nunca se podría encontrar en otro ser humano. Una sonrisa que embauca, que enamora, que enternece. Una sonrisa que te hace sentir la persona más maravillosa del mundo. Una sonrisa que hace que los recuerdos siempre sean felices y obliga a tu alma a perdonar al infiel, al ladrón, al asesino, al mismísimo diablo. Una sonrisa que los más tozudos no quieren ver jamás porque están más tranquilos aislados de la furia de la soberbia contra el clamor del perdón.

—La tormenta viene tras la calma, y tras aquella vuelve esta. Ahora mismo tú estás entre medias y no sabes hacia dónde tirar. Y por eso has venido, ¿verdad? —dijeron sus labios separándose en ráfagas de viento huracanado llevando la calidez de su voz profunda y armoniosa.

—No me jodas, Isca. Tu poesía apesta. ¿Ves cómo huele? Es tu puta mierda de lírica.

—¿Sabes, Bitor? —le dijo echando su cuerpo sobre la mesa. El cuero que vestía sonaba como si los músculos de una bestia extraña se fueran a desgarrar de un momento a otro— Dudo mucho que una persona tan cateta como tú pueda llegar alguna vez a comprender lo que es la poesía.

—Habló el Cernuda Iscariote de los versos blancos sin sentido —dijo Bitor con tono de burla.

—¿Está Zaíd hablando por ti o es que tu hermano te ha enseñado a responderme? Sea lo que fuere, no sé lo que es más patético —le contestó sin perder nunca la sonrisa.

Ahora es Bitor quien está subido en la mesa. Literalmente.

—¡Óyeme, so cabrón!

Tu voz se entrecorta, haciendo notar que estás ahí. Este era el último recurso que te quedaba: venir al antro más asqueroso de todo el Reino para encontrarte con ellos y pedir su ayuda. Nadie más podría. Nadie más lo haría por valores de justicia. El resto pediría el dinero que no tienes o, peor aún, se llevaría una gran recompensa por delatarte. No se necesitó más que una vocal sollozante para que los dos contendientes se calmaran y recuperaran la compostura. Casi te hicieron una reverencia. Iscariote se levanta de su asiento y te lo cede. Aun sentado en el suelo es capaz de llegar a la mesa y apoyar sus codos en ella. Está más cómodo incluso.

Y entonces, comienzas a narrarles tu historia…

Deja un comentario