Opus Malum

Este no era un ensayo cualquiera; la sentía cerca, muy cerca. Caminando lentamente, parándose a cada rato para poder verificar con una vil sonrisa cada rincón de su tan apreciada guarida, sobre alguna montaña en aquel viejo y derrotado reino europeo. Trataba de ignorarla, pero le estaba resultando difícil. Su ejecución se agitaba cada vez más, pero no hizo nada por remediarlo, ya que eso solo entorpecería la fluidez del sonido. En lugar de ello, transmitió esa perturbación a las notas, al golpe, al viento a través de los tubos, que chocaba contra las paredes y techo derruidos de aquella catedral que otrora conoció un tiempo mejor.

El eco de sus pasos le hizo un favor que no había pedido: estaban acompasados, como guiados por ella misma, cayendo siempre marcando el pulso, ayudándola quizás a calmarse. Y cada vez que paraba era el momento de una frase solitaria donde solo ella tendría el protagonismo, en compases donde ella jamás habría imaginado que pudiera darse tal caso. Estaba mejorando su canción. La canción de su familia. La canción de su madre.

La canción del Mal.

Aquel Mal con nombre propio. No el mal caótico, injusto e irracional de la realidad; sino un Mal con una voluntad propia, que decidía, que elegía, que marcaba, que corrompía. Un Mal que no era de este mundo. Un Mal que hacía ascos y empequeñecía hasta lo más mínimo aquello a lo que, equivocadamente, se le otorgaba el nombre de «Mal» con inicial mayúscula por los hombres de estos lares. Esa inmunda comparación la sacaba de quicio. El siguiente pasaje era largo, lento, llamaba a la calma, a la mesura, la tranquilidad. La frialdad. Alejaría la rabia de sí.

Si en esta obra hubiera voces, sería en este momento cuando entrarían, puede que en una narración sin tono.

—Fue mi marido quien enseñó a tu padre a tocar el órgano —tronó en mezzosoprano, justo tras el pie que ella nunca antes reconoció en la obra—, y de tu padre aprendiste tú.

Su corazón se aceleró, pero mantuvo firme el pulso. Ni de coña: ¿un insulto? ¿O una provocación? Iba a terminar de tocar el legado musical de sus ancestros. No iba a dejar que lo estropeara todo. No…

La voz se escuchó de nuevo, pero esta vez no era hablada, sino una interpretación vocal exquisita. Armonizaba sus notas de una manera atroz, oscura. Le daba el significado con el que había sido concebida la canción. Una leve rasgadura en un lírico potente que casi dejaba atrás al órgano más grande que aún era capaz de sonar. Un anhelo casi imperceptible que no provenía de la última exalación de los vivos, sino del estertor de la mismísima muerte… y la reconoció.

Era la voz de su madre.

Y al llegar al breve movimiento final, la neutralidad de su voz bramó otro diálogo sin respuesta:

—Y para devolver el favor, muy agradecida, tu madre me enseñó a cantar a mí —clavó la última palabra al tiempo que se soltaban las teclas de la última nota, dejando que el eco final de ambos instrumentos se perdieran por los huecos de aquel desvencijado lugar.

No se levantó. No movió la vista del teclado. Era la voz de su madre. Decía la verdad. La canción del Mal había sido entonada en Tierra hostil, en el mundo que se había retorcido para echarlos a todos, en la manera en la que realmente debía ser interpretada. La voz de su madre…

Algo pasó. No fue aquí ni fue en ese momento. Pero algo pasó. El tiempo se detuvo. El espacio no fue más. Todo era todo y a la vez una ínfima nada. Duró apenas un suspiro. Ahora se suponía que debía levantarse y luchar contra aquella que había venido a desafiarla de esa manera tan teatralizada. Como lo hacían ellos siempre, en este cruel planeta que no era el suyo, en esta realidad que no podía ser contemplada a ojos del mundano individuo. Se sintió, después de tanto tiempo, viva de nuevo. Ilusionada. Notó como su consciencia tomaba el pleno control de todos sus actos y pensamientos. Fue como volver a casa.

Siempre pensó que ella era la bruja, que su madre era la bruja, que sus ancestros eran los brujos. Que las ramas entrelazadas del árbol de su clan fueron los artífices de lo que más adelante se consideró como herejía, sacrilegio, artes oscuras, blasfemia o profanación. Pero estaba equivocada.

La primera bruja fue en realidad la pequeña ninfa que ahora esperaba pacientemente a sus espaldas a que diera comienzo el acto intermedio, la acción de este absurdo melodrama, donde las dos protagonistas se batirían en un duelo que haría caer de una maldita vez aquel olvidado edificio sacro donde en tiempos lejanos se reverenciaba a un ser de luz que llenaba los afligidos corazones de sus fieles.

Y un telón bajó ante las almas de los que aún no lograron despertar.